La del Espanyol no es una historia de épica futbolística y de momentos de leyenda más allá de los que todos tenemos en la cabeza.
La blanquiazul es sobre todo una crónica de dignidad y de resistencia.
Sin eso no somos nada.
Siempre he pensado que nuestros verdaderos títulos son -de hecho- esa dignidad y esa resistencia y que los revalidamos cada año por el mero hecho de seguir existiendo a despecho de la pésima gestión, la ignorancia mediática y el ninguneo institucional.
Y lo paradójico es que leído así suena hasta casi bonito.
Tan bonito como para haber construido un relato atractivo a su alrededor porque, como los guionistas de Hollywood saben bien, la figura del perdedor resiliente resulta incluso más seductora que la del triunfador. Sin embargo -y ese es probablemente uno de sus mayores fracasos- el Espanyol no ha sabido aprovechar esa resiliencia para crearse una personalidad atractiva que explotara su vocación de rebelde frente al poderoso.
El club ha interiorizado como su rol natural el ser una especie de club del Tío Tom al que el amito permite seguir viviendo en su plantación mientras no moleste demasiado. Y lo realmente terrible es que, en realidad se siente más que cómodo así porque languidecer con lo justito en una cabaña apañadita junto al río permite echarle la culpa de todos los males al Barça, a Tebas, a TV3, a la lluvia, a los horarios y a los coros y danzas de ejército ruso.
Pero seamos honestos; el verdadero mal del Espanyol no son el ego enloquecido de Sánchez Flores o unos jugadores en los que depositamos excesivas esperanzas y no han dado la talla.
Todo eso son los avatares del fútbol. Ellos se irán y vendrán otros y volverá a comenzar la vieja historia del balón que hoy no entra pero mañana si..
Tampoco lo es que el Ayuntamiento no nos incluya en un vídeo promocional junto al "pa amb tomaquet" o que un político de medio pelo se haga el gracioso a nuestra costa.
Todo eso... la ausencia de compromiso, el poco respeto al escudo, el menosprecio a la historia... no son otra cosa que los efectos secundarios más visibles de un cáncer que lleva décadas haciendo metástasis en la estructura del club y que se llama indolencia.
Una indolencia atávica que prefiere la mediocridad al riesgo, el aburrimiento al sacrificio y la sumisión a la rebeldía.
Una indolencia tan contagiosa que ha llegado incluso a China.
Una indolencia que nos está robando nuestro más preciado valor: la dignidad.
Porque quien se equivoca merece respeto pero jamás se respeta al indolente.
Con todo, lo peor de esta temporada bochornosa no ha sido el esperpéntico juego ni la insultante pedantería de un entrenador sobredimensionado ni la creciente y más que justificada desilusión de los parroquianos.
Lo realmente triste, lo más sangrante, lo que nos abre las carnes a los pericos de corazón es que todo eso ha ocurrido en medio de la apatía.
Del silencio.
De la puñetera indolencia.
Nadie en el club ha alzado la voz. Nadie ha dado la cara. Nadie ha mostrado el menor atisbo de pública vergüenza. Nadie ha llamado a la calma ni a la movilización. Nadie ha puesto en su sitio a quien nos ha hecho escarnio y nadie se ha atrevido a decirle al rey que, aunque le prometieron seda italiana y al final fue lino cubano, la única realidad es que sigue estando desnudo.
A nadie ha parecido importarle.
Excepto a ti, a mi... y a quienes creemos que o atravesamos el río pronto o moriremos en la plantación.
Gonzalo de Martorell
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